Carta de un marciano

LA COMEDIA HUMANA

Querido mundo,

Es el año terrestre 2050. Escribo estas letras desde Marte, donde huí hace un cuarto de siglo tras fracasar en el intento de salvar a la humanidad, a costa de perder mi corazón. Lo hago para rendir cuentas con mi Dios, con mis hijos y con la especie a la que una vez me entregué. Pero también­ para explicarme a mí mismo cómo fue que el gran amor de mi vida acabó tan mal.

Sí, porque finalmente he entendido, en el lecho de muerte, con mis tanques de oxígeno casi vacíos, que lo único que realmente importa es el amor. ¿Los Tesla? ¿Starlink? ¿Los cohetes? ¿Twitter X, la tribuna desde la que prediqué mi evangelio? ¡Bah! Hoy no significan nada para mí, tan cerca de cumplir los 80 años, tan lejos del mundanal ruido. Lo hu­biera sacrificado todo, todo y más, si a cambio la pasión que viví con Donald hubiera perdurado. Sí. ¡Ahí, ahí! Ahí está la cuestión. ¿Cómo hacer que el amor perdure?

No fue un flechazo lo nuestro. Compartíamos gustos, eso sí. Los Big Mac, los donuts, la lucha libre. Y me gustaba que fuese alto, como yo, pero por lo demás no me atraía. Su cutis naranja, su pelo de paja, su incipiente obesidad: no, no eran lo mío. Pero, pero… con el tiempo algo empezó a cambiar hasta que un día se me apareció un rayo de luz y vi no solo que lo quería, sino que hervía mi corazón, que estábamos destinados a vivir un amor volcánico.

MUSK Carlin Oriol Malet 8 juny

 

ORIOL MALET

Soy un hombre de ciencia. ¿Cómo racionalizarlo? Me cuesta. El amor tiene sus razones y nadie, ni aquí en el cielo ni en la tierra, las entiende. Quizá estaba escrito que el hombre más rico del mundo se enamoraría del hombre más poderoso del mundo. O puede que algo tenga que ver, ahora que lo veo todo con más distancia (225 millones de kilómetros, para ser exactos) con que nos veíamos en el espejo el uno al otro.

Los dos somos personas espontáneas, sin filtros, caballos desbocados. O quizá sea que me compadecí de él. Que lo veía tan solo en el fondo, tan necesitado de calor humano. Como yo. Por primera vez en mi vida creo que comprendí el significado de la palabra empatía. Entendí que más bonito que ser amado es amar, volcar todo tu ser en otra persona. Y eso fue lo que hice yo con Donald.

Lo hubiera sacrificado todo si, a cambio, la pasión que viví con Donald hubiera perdurado

Amé sin frenos. Amé demasiado. Lo sacrifiqué todo por él: mi dinero y mi reputación. Y no solo por la dicha que compartimos, sino porque teníamos un proyecto. No. Más. Teníamos una misión. Una cruzada moral. Hacer que nuestra América volviese a ser grande y crear un mundo mejor. Un mundo –adiós a la podrida democracia– en el que los hombres fuertes y las mentes dotadas de la raza maestra blanca tomáramos todas las decisiones, libres de la tiranía de la chusma.

Como decía Mussolini, “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Y el Estado seríamos Donald y yo. Solo quedaba el detalle de ganar las elecciones. Lo consiguió gracias a mí, a mis millones y a mis cien posts diarios en X. Me convertí en su san Pablo, su propagandista en jefe. Y, abracadabra, en enero del 2025 nos convertimos en copresidentes de la nación. Lo celebré a su lado con lo que llamaron mi famoso gesto nazi (¿y qué?, nada de que arrepentirme) y, al día siguiente, manos a la obra.

Exterminé cientos de miles de puestos de trabajo en el funcionariado público y puse fin a la ayuda internacional. Dijeron que en cuestión de semanas habían muerto cientos de miles y que con el tiempo morirían millones, especialmente bebés y niños, en los que Donald bien llamaba los shithole countries, los países agujeros de mierda, pero no entendí de qué se lamentaban. Yo a eso lo llamo limpieza. Purificación. 

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A largo plazo, hice lo que hice por el bien común. ¿No lo ven? Y Donald lo festejaba. Declaraba desde el despacho oval, conmigo ahí vestido de negro en homenaje al gran Benito, que era un orgullo y un honor tenerme como pareja en este glorioso baile, mientras yo, de pie a su lado como un centurión (¡qué días aquellos!), me inflaba de orgullo, amor, placer y satisfacción. Vivía un sueño.

¿Qué pasó? ¿Por qué duró apenas unos meses ese amor loco? Intento entenderlo desde la frialdad marciana (60 grados bajo cero como promedio anual) y reflexiono que los motivos que se postularon en su día se quedaron cortos. Que si la deuda estatal, que si las subvenciones para los coches eléctricos, que si el exceso de gasto público. Ok. Sí. Algo de eso había. Pero el motivo de fondo era, como siempre cuando del amor se trata, más profundo, más emocional. Eran los celos. Los celos del resto de los cortesanos, todos ahí compitiendo para ver quién lamía el culo de Donald con más fervor. Veían que en ese terreno no podían competir, que su culo era mío. Y eso les mataba.

Empezaron a conspirar contra mí. Satánicos, le susurraban mentiras día y noche. Y él –porque ahora sí lo veo, y con toda claridad, que es un ignorante con la capacidad de juicio de un niño– se las creyó. Detecté que poco a poco se me alejaba. Ya no me invitaba a su habitación a comer hamburguesas Mc- Donald’s y a ver golf en la tele, que me aburría pero lo soportaba para poder estar con él. Dejó de decirme cosas bonitas. No. No hubo un día en el que me dijo que la relación se acabó. Como el cobarde que es me señaló sin palabras que la intimidad entre nosotros se había acabado. Yo, que soy muy sensible, lo capté y un día, puf, me fui. Pero no en silencio. No –lo confieso–, no mantuve la dignidad. Alimenté el rencor.

Me enteré de que me había sido infiel, que su verdadero amor era el enano ruso Putin

Lo odié tanto porque lo quería tanto. A través de X, con todo el mundo como escenario, me descargué, lanzándole hura­canes de insultos. Que nadie lo dudase: sus políticas eran “una repug­nante abominación”; él mismo era un pederasta, amigo de Jeffrey Epstein; y pedí que comenzaran los procedimientos del impeachment, para exiliarle de la presidencia.

Y luego –lloro al recordarlo–, la estocada más dolorosa. Me enteré de que me había sido infiel. De que su verdadero amor, el más profundo y sincero, era el enano ruso Putin. ¿Mal gusto? No, lo siguiente. Por eso, y por mucho más, no he dejado a lo largo de estos 25 años de detestarle. Solo me consuelo con saber –y con esto, queridos amigos lejanos, me despido– que hoy todo el universo piensa igual que yo.

Saludos astrales, Elon Musk.

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