El síndrome del perro rabioso

LA COMEDIA HUMANA

Nos pasa a todos, en todos los países, siempre. Seremos por lo demás personas templadas y razonables, pero existe un tema, un punto de vulnerabilidad, que nos saca de quicio. Como una dentadura sana salvo por una muela con un nervio al aire.

Podríamos estar hablando de un vecino, o de la hermana del marido, o de José Mourinho, pero mi propósito hoy es limitarme a la política. Me inspiro en un término que acaba de aparecer en el vocabulario del inglés estadounidense: Trump derangement syndrome. La mejor traducción de derangement, creo, es trastorno.

Pero no, Trump derangement syndrome (TDS) no significa lo que suponen. No tiene que ver con el estado mental del presidente de Estados Unidos. Al contrario. Describe la reacción que Trump provoca en otros. ChatGPT me lo traduce como síndrome de odio irracional a Trump o síndrome de rechazo extremo a Trump. El término lo utilizan los devotos de Trump como burla a los que caen en la trampa de permitir que el hombre naranja les enloquezca.

Me imagino lo que están pensando algunos lectores habituales de esta columna. Que yo soy un caso de manual. TDS en estado puro. Pues no. Pese a que he publicado suficientes arengas contra Trump en los últimos diez años como para llenar varios libros, creo que no. En breve me explicaré. Pero mientras, voy a ofrecer otros ejemplos de la enfermedad, más allá del país que hasta hace no tanto se consideraba “la mejor y última esperanza de la humanidad”.

La comedia humana

 

Oriol Malet

El más cercano que se me ocurre se relaciona con la furia que inspiran en muchos españoles los catalanes, especialmente los indepes (¿CDS?). He aprendido a evitar la cuestión cuando viajo a Madrid. Puedo estar conversando sobre cualquier otra cosa con la más grata afabilidad, pero sé que si revelo que no comparto el sentimiento general anticatalanista se arruina la cena, o el fin de semana, y que hay una posibilidad de que se muera lo que podría haber sido una feliz amistad. No en todos los casos, claro, pero el riesgo siempre existe y, por las dudas, mejor no tocar el tema. Lo mismo si estoy en Inglaterra y sale en conversación el megapolarizante Brexit. En cuanto a Israel, bueno, ya saben.

Los devotos del presidente americano usan como burla el TDS: síndrome de odio irracional a Trump

Veo una variante del síndrome en Argentina. Cuando estoy allá, entiendo que un tema tabú con gente que acabo de conocer, pero también con algunos amigos, es el peronismo. O la figura concreta de Juan Domingo Perón. De los dictadores que hubo en el siglo XX Perón fue de los más benévolos o, si prefieren, de los menos malvados. No dudo de que el impacto que tuvo en la economía explique buena parte de por qué Argentina ha sido un país en casi permanente subdesarrollo desde hace más de medio siglo, pero Hitler no fue. Ni Franco, ni Mussolini, ni Pinochet. No me maten (oigo a Javier Milei gritándome: “¡Morite, pelotudo, no entendiste un carajo!”), pero Perón podría ganar el premio al dictador más simpático de los últimos cien años.

Volviendo a mi querida España, tenemos dos palabras que muchas veces convierten a gente plácida en perros rabiosos: Pedro Sánchez. Quizá mi mitad española, la madrileña, no esté muy desarrollada, pero no lo entiendo. La verdad es que no hay nada ni nadie en la política actual de esta tierra que me provoque reacciones furibundas. Observo el panorama con irónica frialdad y nada más. Ahora, si Ayuso llegase a la presidencia del gobierno, es probable que mi templanza se pusiera a prueba. Vivimos en tiempos peligrosos. Exigen que haya gente en el poder capaz de comportarse con sobriedad en el escenario internacional, no pandereteras de pueblo.

¿Trump? No, no me saca del todo de mis casillas. Aborrezco la banalidad que representa y no puedo dejar de preguntarme por qué tantos millones lo consideran digno de ser presidente, pero cuando me he visto con esa misma gente en lugares como la Pensilvania rural, no me he transformado en un energúmeno. Los miro como especímenes de interés antropológico, o como otro ejemplo más de lo demencial que puede llegar a ser la eterna comedia humana. Trump, como persona, es meramente ridículo. Es un niño infeliz, maltratado por sus padres, en el cuerpo de un hombre de casi 80 años. Si no fuese presidente, o millonario, creo que me provocaría ternura, como su hermano mayor, Fred, que murió de un infarto causado por el alcoholismo a los 42 años.

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Todo lo cual no significa que me crea un ser superior, inmune a explosiones maniáticas de indignación. Detecto las semillas de lo que se podría llamar VDS en mi reacción al vicepresidente de Trump, JD Vance. A Trump lo veo en pañales; a Vance, en el uniforme negro de un capitán de la Gestapo. No es tonto el católico converso, pero sí el colmo del cinismo. El cruel interrogatorio al que sometió al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en el despacho oval lo delató como la más mala de las malas personas y como un idiota incapaz de mirarse en el espejo y entender que es un gusano moral al lado del ­león de Kyiv.

El trastorno que sí padezco hace tiempo es PDS, con P de Putin. Alguien solo tiene que proponerme la más mínima excusa para las acciones de este criminal, empezando con su invasión de Ucrania, para que yo pierda todo control. Que me convierta, precisamente, en un energúmeno. Cuando alguien me sale con aquella estupidez de que las matanzas en serie de niños ucranianos, y las mil y pico bajas diarias que llevan meses sufriendo los soldados rusos, son culpa de Ucrania, o de Occidente, o de la OTAN, bueno… en el mejor de los casos me levanto y me voy. Casi, casi enloquezco no tanto por el argumento, sino por la incapacidad de mis interlocutores de ver que Putin es el peor cáncer que aflige al mundo.

Casi enloquezco por la incapacidad de mis interlocutores de ver que Putin es el peor cáncer

Claro, yo, como los que responden con idéntica rabia cuando sale el tema catalán, estoy convencido de que tenemos la más absoluta razón. No existe posibilidad, nos digan lo que nos digan, de que cambiemos de opinión. La diferencia, digo yo, es de proporción. Tengo grabada en la mente la cita de Saul Bellow que dice que la indignación corroe demasiado y por eso hay que reservarla para “la gran injusticia”. Puede que me equivoque. En la duda está la sabiduría. Puede que Puigdemont o Pedro Sánchez merezcan generar la misma dosis de trastorno que Putin o Trump. Calma, pero no lo creo.

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