El populismo avanza hacia su consumación política. En la cuarta entrega de esta serie quiero reflexionar sobre qué oponer desde la política para que no se produzca su éxtasis. Algo que cada día es más difícil de evitar. Sobre todo, desde la llegada de Trump al poder. La escena vivida la semana pasada en el despacho oval de la Casa Blanca es un indicador de que el populismo progresa con firmeza hacia la consagración de un nuevo evangelio democrático que se jacta de estar enterrando un liberalismo herido de muerte.

La humillación sufrida por Zelenski a manos de Trump, Vance y la jauría de portavoces de las redes sociales que acosaron al primero durante la rueda de prensa constata que la brutalidad que –según Mosse– define al fascismo ha experimentado en el siglo XXI un nuevo formato comunicativo y argumentativo. De hecho, sin esta brutalidad que vierte mala educación, chabacanería, mentiras, inmoralidad y feísmo con la excusa de estar librando una guerra cultural que justifica chapotear en el barro de las trincheras contra el enemigo liberal, no podría entenderse el populismo que nos asedia. Entre otras cosas, porque la brutalidad busca provocar la adhesión por miedo de los confundidos por el malestar social que nutre al populismo y por el silencio de los tibios que miran para otro lado para no ser acusados de algo. Por eso, para hacer frente al apogeo populista hay que interiorizar de antemano que no podrá ser erradicado fácilmente. Su vigencia no está asociada a una mera cuestión de urnas y votos. Lo he dicho aquí otras veces y lo he teorizado en varios ensayos durante los últimos años.
Para hacer frente al apogeo populista hay que interiorizar que no podrá ser erradicado fácilmente
El populismo es la expresión política de una identidad humana brutalizada. La causa está en la toxicidad de una inmersión digital que ha impactado políticamente en nuestras sociedades automatizadas. Lo ha hecho con una nueva rebelión de las masas, ahora adaptada a la aceleración intensiva de la revolución tecnológica experimentada con este nuevo siglo. Eso hace que se haya instalado una forma de legitimidad basada en el consumo masivo de contenidos digitales que se producen como respuesta a los malestares que provoca el empobrecimiento y empequeñecimiento de las clases medias en las economías desarrolladas. Son ellas las perdedoras de la digitalización. Se han proletarizado culturalmente por su alta exposición a la tecnología, al tiempo que han sufrido una merma en sus rentas del trabajo. Básicamente porque las labores intelectuales que hegemonizaron en el pasado se las disputan ahora, entre otras herramientas digitales, los sistemas de inteligencia artificial.
De ahí que cada palabra de Trump y Vance contra Zelenski en el escenario populista del despacho oval no fuese algo casual. Estaba guionizado de principio a fin. Buscaba humillar a la política profesionalizada que gobierna las democracias. A unos políticos que pretenden defenderlas oponiendo argumentarios partidistas sin alma y representando instituciones burocratizadas que han perdido su ejemplaridad porque sus portavoces carecen del reconocimiento de la auctoritas que hace posible el verdadero liderazgo.
La suma de lo que se dijo y vio refleja un relato en imágenes que se ensaña con las convenciones del liberalismo. Por de pronto, este ya no puede garantizar, con Dewey, que la democracia solo se reconozca como una conversación civilizada, pues si los que hablan en ella se jactan del ruido, practican el chantaje en directo y muestran la mala educación de los bravucones que, además, mienten por principio y disfrutan, incluso, al ofender a las víctimas de una guerra, entonces, la dignidad humana a la que sirve la democracia estorba porque es negociable como una mercancía más. Que es lo que los EE.UU. de Trump pretenden hacer con Ucrania.
Por eso, hace falta un liberalismo distinto que modere al populismo por la fuerza de los hechos. Para ello tiene que hacerse épico a través de quienes lo defiendan. Eso significa no claudicar ante el miedo que provoca oponerse al populismo. Decía Borges que nunca nadie se arrepiente de ser valiente, y el liberalismo debe serlo y enfrentarse a la brutalidad inmoral que emplea el populismo, con las armas de la razón y la crítica inspirada en ella, así como recurriendo a la fuerza que encierra el poder de la dignidad humana, que es universal y trasciende las fronteras porque defiende a la persona y no al individuo. Hay que retarle en campo abierto, sin miedo, empleando, por un lado, frente a su brutalidad las virtudes actualizadas de la civilización grecolatina que fundó Occidente y, por otro, contra su inmoralidad, los valores de la tradición humanista y las verdades de la herencia judeocristiana que está en la esencia de Europa. Solo así volverá el liberalismo a ganarse el respeto de la gente y recobrará su autonomía crítica para enderezar a una sociedad automatizada que debe reencontrarse con el ejemplo de quienes, como el mencionado Burke, son capaces de convencer al pueblo de su error cuando este se equivoca al oponerle con convicción la autoridad del saber socialmente reconocido en ellos. Pero para ello, como decía Ortega, hay que moderar la rebelión de las masas desde la excelencia humana. Un reto que obliga a ser auténticos al alinear lo que se piensa con lo que se dice y se hace. Sin esa autenticidad en el discurso liberal no se podrá recuperar la auctoritas que acompañó a sus portavoces históricos cuando oponían frente a las masas la defensa del bien común al que servía la unidad de la res pública. Hay que mirarse hoy en quienes salvaron la dignidad de Europa desde la defensa conservadora de la auctoritas liberal. En Churchill, De Gaulle, De Gasperi o Adenauer. Ellos se enfrentaron cara a cara con el populismo nazi y fascista y ganaron al no inclinar la cabeza ni bajar la mirada ante el miedo.