En un bar tradicional de Barcelona, donde no faltan cabezas de toro y cuadros en blanco y negro, cuatro jóvenes toman una cerveza en un tono relajado. Sin embargo, no hablan de precariedad laboral ni de su día a día con sus parejas, sino de una batalla que llevan luchando desde hace años: la libertad de poder decidir sobre su propio cuerpo.
Pero estas cuatro personas no se identifican como trans, sino como cyborgs. Neil Harbisson lleva implantada una antena que le permite percibir los colores a través del sonido; Manel de Aguas ha incorporado unas aletas que lo conectan con los cambios meteorológicos; Moon Ribas siente los movimientos sísmicos mediante un sensor instalado en su cuerpo; y Kai, el más joven, lucha por integrar en su cerebro la capacidad de percibir las constelaciones. Cada uno de ellos ha rediseñado sus sentidos para ampliar los límites de lo humano; más allá de lo que los comités de bioética permiten.
Perseguidos por su identidad e incomprendidos por su forma de percibir el mundo, estos cuatro jóvenes forman parte de la llamada Cyborg Generation, retratada con sensibilidad y profundidad por el director Miguel Morillo en su último documental. Recién estrenado en el Festival Ficcions de Ciència y disponible en Filmin, el filme se consolida como uno de los testimonios más reveladores sobre este fenómeno que ha emergido desde Barcelona con vocación global. Hablamos con Morillo sobre su mirada, el trasfondo del proyecto y sus próximos pasos en la intersección entre arte y tecnología.
¿Cómo llegas al mundo del cine y a temáticas tan interesantes como la que abordas en Cyborg Generation?
El cine ha formado parte de mi vida desde que tengo uso de razón. Desde pequeño, miraba fascinado los anuncios en la televisión y le explicaba a mi madre de qué trataban. Cuando un adulto me preguntaba qué quería ser de mayor, siempre respondía que quería hacer anuncios de Coca-Cola; a todo el mundo le hacía gracia esa respuesta, claro. Un día, a la salida del cine, también con mi madre y con tan solo 9 años, le dije: “Mamá, no quiero hacer anuncios, quiero hacer películas porque son más largas y se pueden contar más cosas.” Supongo que en ese momento entendí lo que realmente significaba el cine y empecé a consumirlo de manera voraz.
¿Y qué obras son las que despertaron tu “click”?
Tanto la ciencia ficción como la tecnología son temas que me interesan mucho desde joven. Hay varias películas que me marcaron en distintos momentos, sobre todo en la infancia y la adolescencia, como 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick o El almuerzo desnudo de David Cronenberg. Otra película que me marcó mucho es Permanent Vacation de Jim Jarmusch. Tiene una textura y una estética que conecta mucho con Cyborg Generation. Me interesaba que Cyborg Generation también tuviera algo de eso: no solo tecnología, sino atmósfera. Algo poético, melancólico, sensorial. Que te llevara por dentro y por fuera del personaje.

Martí Herrera, director de fotografía de 'Cyborg Generation', y Miguel Morillo, director.
¿Cuál es el germen de Cyborg Generation?
Todo surgió por casualidad. Conocí a Kai, el protagonista, quien en ese momento ya era muy querido en el entorno artístico y quiso que colaboráramos. En aquel entonces, él ya tenía la idea de documentar de alguna manera su proceso. Me contó todo lo que estaba planeando para su proyecto artístico y su sentido, lo cual me fascinó. Le propuse convertir su experiencia en un documental completo, para que no quedara en una pieza corta. Me parecía un personaje fascinante y un proceso inédito que merecía ser contado desde dentro. Hasta entonces, solo existían piezas sueltas, reportajes sobre Neil Harbisson —el primer cíborg oficialmente reconocido—, pero todo era más bien desde el enfoque periodístico.
Desde luego, es una historia que nunca antes hemos podido ver en primera persona.
Claro, si por ejemplo el documental fuera sobre el proceso de Harbisson, quien se implantó su antena hace casi dos décadas, ya no sería algo que se pudiera contar en tiempo real. Con Kai, en cambio, era distinto: él estaba empezando de cero, diseñando su sentido, haciendo pruebas… Y podíamos documentar todo ese proceso desde el principio, desde la idea hasta la implantación. Eso es un lujo. Poder mostrar cómo alguien transiciona para convertirse en cyborg desde cero no es habitual.
¿Cuánto tiempo estuvisteis grabando el proceso?
Cuatro años. Desde el momento en que Kai empieza a plantearse la idea hasta la implantación del sentido cibernético. Es una película grabada en presente. Y eso, para mí, la convierte en un documento valiosísimo. Pienso en el futuro —dentro de 20 o 30 años— y me imagino que alguien la verá y pensará: “Así es cómo empezó todo”. Es como una prehistoria del movimiento cyborg, documentada con todas sus dudas, precariedades y belleza.

Neil Harbisson en 'Cyborg Generation'.
¿Auguras futuro para el movimiento cyborg… o es algo aislado en el tiempo?
No sabemos hacia dónde irá el movimiento, pero todo apunta a que tendrá un largo recorrido. Y poder contar su origen, de una forma tan íntima y cercana, es algo que me hace mucha ilusión. La implantación tecnológica en el cuerpo humano ya no es ciencia ficción: está ocurriendo ahora. Tener una película que lo muestra desde su nacimiento es casi un deber generacional. Cuando arrancamos el proyecto, no existía Neuralink, ni estaba sobre la mesa esta conversación global sobre integrar tecnología en el cuerpo de forma legal, médica o comercial. Era todo aún más marginal, que parecía salido de una novela futurista. Pero lo curioso es que ya estaba pasando. Fue una evolución desde lo más punk y underground hacia lo generalista. De hecho, lo comparo mucho con la historia de la música punk.
¿Del punk?
Bueno, el punk empezó como un movimiento de protesta, muy limitado, muy radical, muy estético incluso. Luego se fue diluyendo y se convirtió en parte del imaginario popular. Yo veo algo similar con el movimiento cíborg. También me recuerda mucho al proceso que vivió la transexualidad. Hay algo profundamente identitario en todo esto. En los años 60 y 70, incluso en los primeros 80, las operaciones de cambio de sexo eran clandestinas. Se hacían en pisos de barrios como el Raval, Chueca o Valencia. No eran médicos especializados, y los medios eran muy precarios. Pero el deseo de cambio ya existía. Es decir, antes de que se legislara, antes de que existiera cualquier regulación, ya había personas tomando decisiones sobre su cuerpo. Y lo mismo ocurre con los cyborgs. Hoy, el movimiento está en el mismo punto. No hay leyes, no hay una base reguladora clara, pero hay personas que están empezando a intervenir sus cuerpos, que están desarrollando una identidad nueva. No desde lo médico, sino desde lo personal, lo artístico o lo filosófico.
Alguien puede sentirse cyborg sin necesidad de implantarse nada. Es más un sentimiento que una transformación física
Entonces, ¿ser cyborg es una cuestión de identidad?
Totalmente. Igual que una persona trans no necesita operarse para sentirse quién es, alguien puede sentirse cyborg sin necesidad de implantarse nada. Es más un sentimiento que una transformación física. De hecho, hay quienes se consideran transespecie, como Manel de Aguas, que siente una conexión más profunda con el mundo animal, con la lluvia, con la naturaleza. Es otro tipo de transición, más sensorial, más simbólica.
¿Crees que acabará siendo un movimiento mainstream?
Estoy convencido. Ahora mismo puede haber un chico en un sótano de Oklahoma implantándose un chip y nadie lo sabe. Es algo muy underground, pero con la tecnología tan avanzada que tenemos —y con fenómenos como Neuralink en marcha—, es solo cuestión de tiempo que se convierta en algo global. Y lo ideal sería que fuera transversal, que cualquiera pudiera acceder, aunque sea arriesgado, sin depender de grandes estructuras médicas o económicas.

Kai en 'Cyborg Generation'.
Sin embargo, lo que vemos por ahora es que las aplicaciones médicas están siendo la puerta de entrada.
Para que algo así se legalice, tiene que entrar por el marco médico. Los comités de bioética solo permiten la integración de tecnología si hay una necesidad terapéutica. Pero eso excluye a muchas personas que simplemente desean ampliar sus sentidos o redefinir su percepción del mundo. De hecho, el mejor ejemplo es Neil Harbisson. Neil nació con acromatopsia: solo podía ver en blanco y negro. Pero incluso él te dice que no quería “curarse”, no quería dejar de ver en grises. Lo que quería era ampliar su percepción. Por eso desarrolló una antena que traduce los colores en sonidos. Aprendió a escuchar los colores. Eso es muy distinto a una intervención médica convencional. No lo hizo para corregir una deficiencia, sino para crear una nueva forma de percibir la realidad.
Entonces, ¿la clave para ser considerado cyborg no es tanto la tecnología como la intención?
Exactamente. Si llevas un marcapasos no eres un cyborg, porque no hay una dimensión identitaria ni una voluntad de unir cuerpo y máquina. Es una aplicación médica. En cambio, Neil no solo se implanta tecnología: construye una nueva forma de ser. Y eso, los comités de bioética hoy en día no lo contemplan. Solo aprueban intervenciones enmarcadas en la salud.
En el documental se cita la liberación morfológica y cognitiva a través de este proceso.
Es un término que utilizan los propios cyborgs y que tiene mucho que ver con el derecho a decidir sobre tu cuerpo y tu percepción. Si el movimiento trans lucha por el derecho a modificar su género, el movimiento cyborg va más allá: propone cambiar la especie, los sentidos, incluso la relación con el entorno. Es una idea radical de libertad.
¿Crees que estamos preparados para asumir este tipo de libertad?
No del todo. En temas identitarios seguimos teniendo resistencias. Es verdad que en algunos lugares hemos avanzado en la aceptación de las personas trans, aunque con retrocesos. Pero si alguien, por ejemplo, se declara transedad —y dice identificarse con una persona de 16 años—, eso ya es más difícil de encajar legalmente. El marco normativo aún no sabe cómo reaccionar. Y con los cyborgs igual. Hay un vacío legal enorme. Si ahora mismo un chico en París está implantando tecnología con sus amigos en su cuarto, ¿quién lo regula? ¿Cómo lo encajas en la ley? No puedes negar que existe. Es lo mismo que pasaba con las personas trans en los años 70: las intervenciones eran clandestinas y muchas veces peligrosas. Pero ocurrían.
¿Y qué debería pasar, entonces?
Los gobiernos van a tener que enfrentarse a esto. No pueden mirar hacia otro lado. O regulan y protegen, o permitirán que se repita la historia: personas arriesgando su salud sin garantías. Lo mismo pasa con otras realidades no reguladas, como las drogas o la prostitución. Cuando un fenómeno tiene tanto impacto, lo lógico sería legislarlo. Y creo que pasará, sobre todo si entran intereses económicos. Cuando el dinero entra en juego, todo se acelera. Grandes compañías como Neuralink están invirtiendo en esto. Y cuando haya suficiente volumen, se abrirán las puertas de lo legal. Lo hemos visto mil veces. Por ahora es un movimiento muy pequeño, muy marginal. Pero ya se están escribiendo las primeras líneas del diccionario. Aún no sabemos cómo llamar a muchas de estas cosas. Hay gente que se considera transhumana, otros hablan de transespecie... Es todo muy nuevo. No tiene una prehistoria, está sucediendo ahora, en directo.
Es una búsqueda profundamente humana, aunque parezca futurista
Pero imagino que habrá diferentes corrientes dentro del movimiento cyborg.
Sí. Algunos tienen una visión más pesimista o quieren mejorar la especie e ir más allá del cuerpo. Pero otros, como los que retrato en Cyborg Generation, tienen una relación más conectada con el planeta. Neil escucha los colores, Manel de Aguas escucha la lluvia, Moon Ribas trata de percibir la Tierra a través de los terremotos. Es un intento de salir del egocentrismo humano y entender que no somos la única especie. Es una forma de estar más presente. Alteran su percepción no para alejarse de la realidad, sino para habitarla de otra manera. Para escuchar a la Tierra, para convivir con otras formas de vida. Es una búsqueda profundamente humana, aunque parezca futurista.
Como dices, la Cyborg Foundation plantea el movimiento cyborg desde una perspectiva muy estética, casi filosófica. Pero tú, que no perteneces a la fundación, pero has convivido tan de cerca con su entorno, ¿cómo viviste esa experiencia desde fuera? ¿Te generó dilemas éticos?
Aunque intenté mantenerme lo más neutral posible como director, es inevitable que en un proceso tan largo y tan humano como este surjan preguntas y conflictos internos. No formo parte del movimiento cyborg, pero durante los años de rodaje he estado dentro, conviviendo con su universo, sus códigos, sus vulnerabilidades. Y sí, por supuesto, te hace replantearte muchas cosas. Creo que lo más difícil fue contener mi opinión personal para dejar que la historia se contara sola. El caso de Kai, por ejemplo, no es solo el de un joven que se quiere implantar un nuevo sentido. Es el de alguien que ha sufrido mucho, que ha sido rechazado por su colegio, por la religión, por cierta parte de la sociedad en general. En el documental se ve muy claro: Kai asume esa diferencia con dolor, pero también con determinación. Si el mundo le dice que no es humano, él responde: “Entonces, no soy humano. Y desde ahí construyo una nueva identidad”.

Fotograma de 'Cyborg Generation'.
Hablando de religión, en un momento del documental se plantea la idea de que los cyborgs “juegan a ser Dios”.
Una noche en casa, de esas en las que no puedes dormir. Estaba solo, tranquilo, fumándome un cigarro, pensando en una historia personal que me había contado Kai pocos días antes y me vino esa idea: si Dios le da a los humanos cinco sentidos, y tú decides crear uno nuevo, estás haciendo algo muy potente, muy simbólico. Así que llamé a Kai y se lo solté: “Kai, lo que estás haciendo es una venganza a Dios”. Ni él lo había pensado así hasta ese momento. Le dije: “Tú llevas enfadado con Dios desde que eras niño, desde todo lo que te ha tocado vivir. Y ahora estás ampliando los sentidos que te dio. Le estás quitando ese poder. Es como matar al padre. Estás, literalmente, matando a Dios”. Después de esa conversación, decidimos incluir una escena muy simbólica. Fuimos a un templo, y ahí lo grabamos caminando, en silencio, reflexionando sobre todo esto. En ese momento, él mismo dice que puede entenderse así: como un acto de autodotación, de crear un nuevo sentido, de redibujar los límites de lo humano. Y claro, eso inevitablemente se puede leer como una forma de jugar a ser Dios.
Ahora se habla mucho de la pandemia de la soledad que estamos viendo a causa de la tecnología, ¿crees que ese aislamiento también puede empujar a personas hacia la vía cyborg?
Probablemente sí. Al final, todos hemos integrado la tecnología en nuestras vidas. Pero más allá de eso, se ha convertido en un elemento de acompañamiento. Antes la vida era más colectiva. Nos decían: “Bajad a la calle, dejad la consola, trepad un árbol, tirad piedras”. Esa era nuestra infancia. Te gustaba un grupo de música porque te lo decía tu primo mayor. Para escucharlo, te ibas a una tienda de vinilos. Vivías una experiencia real: salías de casa, cogías el autobús, hablabas con el dependiente… Todo eso era físico, relacional, tangible.
Y ahora todo sucede en línea.
Exacto. Hoy en día hay generaciones enteras cuya experiencia de vida pasa por una pantalla. Piensa que Kai, por ejemplo, nació en el año 2000. Es muy simbólico. Toda esa generación y las que vinieron después lo han vivido todo desde el ordenador. En Spotify tienen todos los géneros musicales. Solo tienen que darle a un botón. Nosotros teníamos que movernos, buscar, preguntar. Ellos no. Creo que hay un tipo de experiencia que se ha perdido. Y esa desconexión del mundo físico está provocando muchos vacíos emocionales. Mucha soledad. Y quizá, en parte, esa necesidad de ser cyborg también responde a eso: a encontrar una nueva forma de relación, no solo con el cuerpo, sino con el entorno.

Fotograma de 'Cyborg Generation'.
A la vez, ¿no te parece que todos somos ya un poco cyborgs, con nuestra dependencia a las pantallas?
Hay una idea que repite mucho Neil Harbisson que me parece buenísima. Antes la gente decía “mi móvil se está quedando sin batería”. Ahora decimos “no tengo batería”. O “no tengo cobertura”. Ya no hablamos del aparato como algo separado de nosotros. Decimos “yo no tengo datos”, no “mi móvil no tiene datos”. Y eso implica una fusión. Una especie de unión total con la tecnología. Neil lo decía en tono de broma, pero tenía razón: todos somos cíborgs, aunque no lo sepamos. Llevamos el móvil en la mano tantas horas que, ¿qué más da si te lo implantan en la palma?
Algo que me ha llamado mucho la atención es que varios de los protagonistas del documental, si no todos, son artistas. Y si pensamos en otros movimientos identitarios, como el movimiento trans, muchos de sus primeros pasos también se dieron a través del arte, del espectáculo, del transformismo. ¿Crees que el arte es un canal natural para estos procesos?
Sí, totalmente. Yo creo que todas las necesidades que tienen que ver con la identidad están muy vinculadas a la expresión de uno mismo. Tiene mucho sentido. Cuando la sociedad te hace sentir diferente, no te queda otra, por pura supervivencia, que abrazar esa diferencia. Desde muy pequeño te están diciendo “tú eres distinto, tú eres distinto”... Y, si además no encajas en la norma, te colocan fuera. Imagínate un colegio con 90 niños en el que 89 son heterosexuales y hay uno que es gay. Ese niño ya no cumple con la norma, y encima le están diciendo “no eres normal”. Entonces, claro, acaba abrazando esa disidencia. Y esa disidencia genera un brote de expresión muy fuerte. Empiezas a expresar cómo vistes, cómo te mueves, cómo hablas, cómo piensas. Te construyes desde fuera de la norma. Y eso, al final, es una forma de originalidad.

Fotograma de 'Ocaña, el eterno marginado'.
Y esa originalidad se traduce en arte.
Sí, porque te ves obligado a inventarte. Si no puedes seguir el camino marcado, tienes que inventarte uno nuevo. Eso es lo que hace un autor, en realidad: crear desde sí mismo. Por eso hay tanta gente disidente que acaba en el arte. En el colectivo queer, por ejemplo, la copla, el espectáculo, el transformismo… todo eso ha sido fundamental para expresarse. Pienso mucho en Ocaña, un artista impresionante. Venía de un entorno muy pequeño, muy tradicional, muy castigado. Seguramente con un nivel sociocultural más bajo que el de Barcelona en aquel momento. Pero llega aquí y dice: “Vale, habéis dicho que soy distinto, pues voy a ser el más distinto de todos”. Y se paseaba por la Rambla como un manifiesto viviente. Era una explosión de irreverencia, de expresión, de libertad.
¿Crees que Ocaña sería un cyborg hoy en día?
[Ríe] Probablemente. Se lo pasaría pipa. Y si no fuera un cíborg, seguro que se emborracharía con ellos. Le encantaría el movimiento, sin duda.

Fotograma de 'Trip to Nowhere'.
¿Qué ha venido después de Cyborg Generation? ¿Has seguido desarrollando ese universo temático?
Nada más terminar la peli me puse con un cortometraje, Trip to Nowhere. Tiene una conexión temática fuerte con Cyborg Generation, sobre todo con la idea del aislamiento, de la relación entre tecnología e identidad. El protagonista, Itzan Escamilla, es un chico que tiene a su abuela a su cargo. Es una señora dependiente, así que él apenas puede salir de casa. Está bastante encerrado. Y para poder escapar, para poder vivir un poco más allá de ese encierro, utiliza un aparato que trabaja con inteligencia artificial y realidad aumentada. A través de él empieza a inventar sus fantasías, su mundo, todo eso que no tiene en la vida real. A través de eso crea a su amante, que interpreta Greta Fernández.
Una historia que no está nada alejada de la realidad actual.
Es como un poema visual. Muy onírico. Es sobre un futuro cercano, pero que ya está aquí. Sobre cómo la tecnología se implanta en nuestras vidas, cómo sustituye la experiencia real, cómo se convierte en refugio. El protagonista no escapa al mundo con tecnología, sino que escapa a través de ella. Vive una especie de rave emocional en espacios abandonados, donde nunca sabes muy bien qué es real y qué no. Es todo confuso, sensorial, como una distorsión de la realidad amplificada por la IA. Y además cuenta una relación de amor bonita y melancólica. Él y Greta —o la proyección de ella— van viviendo cosas, pero siempre dentro de ese dispositivo, de esa lógica aumentada. Nunca sabes si lo que pasa está sucediendo de verdad o solo en su cabeza, o si la tecnología lo está proyectando. Todo forma parte de ese mundo íntimo que él se construye para sobrevivir al encierro. Es una historia de amor y soledad muy contemporánea.
¿Ya tiene fecha de estreno?
Sí, probablemente lo estrenamos en julio. Lo vamos a hacer en cine, con una premiere física en Madrid. Estoy deseando que se vea porque me ha hecho muy feliz este proyecto. Me ha permitido seguir explorando todas estas preguntas sobre el futuro, la tecnología y la manera en que nos relacionamos.
Sabemos que no podemos renunciar a la tecnología. Ya está aquí. Tenemos que convivir con ella, entenderla, buscar cómo integrarla de forma saludable. Pero también hay que ser conscientes de lo que nos quita
¿Y en qué más estás trabajando ahora?
Estoy con dos proyectos a la vez, porque soy una persona loca. Uno de ellos es una serie, que está muy relacionada con todo esto de lo que venimos hablando. También trata sobre el futuro cercano, sobre el consumo de los jóvenes, el mundo nocturno, las fiestas… y, sobre todo, sobre las enfermedades mentales que genera la tecnología en la juventud. La historia se sitúa en una fábrica abandonada, donde un grupo de jóvenes acaba coincidiendo. Cada uno llega ahí con sus propias cargas, y a medida que se van cruzando sus historias, vamos viendo cómo la tecnología ha afectado a su salud mental. Hay temas como el consumo de drogas, trastornos de la alimentación, ansiedad, depresión... Todo lo que de alguna forma está vinculado al uso y abuso de lo digital. Es una especie de mosaico generacional muy centrado en esa relación conflictiva con la tecnología.
Por lo que cuentas, en todos tus trabajos hay una dualidad muy clara: te fascina la tecnología, pero también la cuestionas.
Sí, totalmente. Es que no sé si estoy fascinado o aterrorizado por lo que significa la tecnología. Hay algo ahí que me genera una contradicción muy fuerte. Por un lado, me parece alucinante, una herramienta increíble. Pero por otro, me asusta. Porque transforma la forma en que vivimos, cómo sentimos, cómo nos relacionamos. Y no siempre para bien. Desde ese dilema intento construir mis proyectos. Porque es un dilema que compartimos muchos. Sabemos que no podemos renunciar a la tecnología. Ya está aquí. Tenemos que convivir con ella, entenderla, buscar cómo integrarla de forma saludable. Pero también hay que ser conscientes de lo que nos quita.

Imagen de 'Trip to Nowhere'.
¿Por ejemplo?
Me refiero a que te da acceso a muchas cosas —a información, a conexiones, a nuevas formas de creación— pero al mismo tiempo te roba atención, presencia, contacto humano. No sé si todas las enfermedades que estamos viendo ahora son nuevas, o si simplemente se están amplificando. Pero lo que está claro es que algo se está moviendo muy rápido, y nuestro cerebro, nuestra biología, no está avanzando a esa velocidad. Y eso genera un desajuste muy grande. Al final, es un elemento que ayuda mucho, que facilita mucho, pero que también es muy perverso. Tiene ese doble filo. Y eso es justo lo que intento reflejar en todo lo que investigo, en cada proyecto que hago: cómo afecta la tecnología tanto a lo bueno como a lo malo.
Tampoco tenemos una forma de escapar de ella.
Lo que nos queda es intentar adaptarnos y convivir de la mejor forma posible con todo esto, porque es cierto lo que dicen: la tecnología ha avanzado más en los últimos 20 años que en los últimos 2000. No sé si el cerebro humano está preparado para un avance así. Lo que antes evolucionaba en dos milenios, ahora se comprime en dos décadas. Y claro, el cerebro está preparado para procesar lo que había entonces, pero no para lo que hay ahora. Estamos un poco atrofiados. Tengo muchos amigos que se dedican al arte y que, como yo, dependen de la tecnología para trabajar. Y siempre sale el tema: la respuesta dopamínica que produce un like, un comentario, un número. Antes, para que el cerebro liberara dopamina, tenía que pasarte algo genuino. Ahora es instantáneo, artificial, constante. Y eso tiene un impacto muy fuerte.