Rafael Clemente es ingeniero industrial y Master of Science, además de colaborador para temas de divulgación científica durante más de cincuenta años en La Vanguardia y otros medios. También es fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa).
En una decisión que sacude los cimientos de la exploración espacial estadounidense, la administración Trump ha propuesto el mayor recorte presupuestario de la historia reciente de la NASA: una reducción del 24% que dejaría a la agencia con 18.800 millones de dólares para 2026, su nivel más bajo en una década. El golpe no solo es cuantitativo: la tijera amenaza con paralizar misiones emblemáticas, desde el retorno de muestras marcianas hasta la investigación climática, y pone en jaque décadas de inversiones públicas y privadas en ciencia y tecnología espacial.
La drástica propuesta no es definitiva; todavía ha de ser refrendada por el Congreso. Pero, si sigue adelante, los primeros afectados serán la cápsula lunar Orión y el cohete que debía impulsarla. Seguirán en uso durante un par de vuelos más y luego pasarán a engrosar la lista de proyectos abandonados a medio camino. O incluso antes de nacer.

Imagen virtual de la cápsula Orion en la que viajarán los astronautas de la misión Artemisa 2 a la Luna
En lo que respecta al SLS, pocos podrán criticar la decisión. En resumen, es un “dinosaurio tecnológico” difícil de justificar en la era actual. Y es que su historia se remonta casi medio siglo atrás: a principios de los años 70, la administración Nixon canceló los últimos vuelos Apollo para promover el diseño del transbordador espacial. Reagan redujo el énfasis en el transbordador para centrarse en la construcción de una estación espacial. George Bush, padre, volvió a poner los ojos en la Luna, pero su idea no prosperó pro la oposición del Congreso. Clinton impulsó la construcción de la Estación Espacial Internacional, pero ninguna iniciativa relacionada con la Luna.
George Bush (hijo) volvió a apoyar el retorno a la Luna, con el ambicioso programa Constellation (de cuyo lanzador principal, el Ares-5 se deriva el SLS). Tampoco duró mucho. Obama lo canceló en favor de una nunca concretada misión a un asteroide. Y Trump, en su primer mandato, anuló el proyecto de Obama con su idea de volver a poner “botas en la Luna” bajo la nueva denominación de Artemis y el uso del cohete SLS, una versión reducida del Ares-5 original. En su segundo mandato, como vemos, está a punto de desmantelar su propia iniciativa.
Este ir y venir de planes, como el tapiz de Penélope, tuvo graves consecuencias, tanto económicas como tecnológicas. Con el paso del tiempo, el SLS fue acumulando retrasos y sobrecostes. Se había programado como una alternativa más barata al venerable Saturn 5 de cincuenta años atrás, que costaba 240 millones de dólares por lanzamiento (equivalente unos 1.300 millones actuales). El primer —y hasta ahora único— vuelo del SLS salió por 4.000 millones. En ambos casos, la cifra incluye lanzador más cápsula.
La planta propulsora del SLS se compone de cuatro motores RS-25 recuperados de los antiguos transbordadores. Eran unas joyas diseñadas para volar 50 veces; ahora, convertidos en motores de un cohete desechable, sólo vuelan una vez, antes de perderse en el Atlántico. 40 millones de dólares por unidad; los motores que utilizan los Falcon de Elon Musk salen por un millón escaso. Y se recuperan a cada vuelo.

Primer lanzamiento del cohete SLS, el más potente jamás construido, y de la primera misión del programa Artemis.
Desde un punto de vista económico, pues, la idea de cancelar el programa SLS tiene su lógica. Lo malo es que, hoy por hoy, Estados Unidos no dispone de ningún otro cohete capaz de enviar cápsulas tripuladas hacia la Luna. El supercohete de Musk sí que podría, pero aún está en fase de pruebas y ha de realizar muchos vuelos con éxito antes de que se cualifique para llevar humanos a bordo.
Cancelar mañana el SLS equivale, pues, a ceder la Luna a China, quien sí que piensa desembarcar astronautas allí en 2030. Dentro de solo cinco años.
Por eso, el nuevo presupuesto de la NASA contempla financiación para solo dos vuelos más del SLS. Uno, el año próximo, llevará cuatro astronautas a dar la vuelta a la Luna. Entre ellos, una mujer y un afroamericano. Aunque la oposición de Trump a las políticas anti-DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) ya ha hecho desaparecer ese matiz de todos los comunicados de la NASA.

Donald Trump junto a Elon Musk, que viste una camiseta de SpaceX.
El siguiente vuelo, quizás en 2028, debería ser el del alunizaje: Descender en algún punto próximo al polo sur, plantar la bandera, explorar un poco la zona, recoger muestras en la esperanza de encontrar rastros de agua y volver a casa. Y ya está. Ese será el final del programa Artemis, aquel que se planteó con el objetivo de una base permanente en nuestro satélite.
Todo quedará, pues, en una operación más de prestigio político, encaminada solo a batir a China en la nueva carrera. La principal motivación del Apollo hace medio siglo también fue política, qué duda cabe. Pero, al menos, tuvo continuidad durante unos pocos años para rentabilizar las enormes inversiones realizadas. Podía haber durado más. Por desgracia, fue Nixon quien, cumplido el objetivo de ganar la carrera espacial, redirigió los fondos de la NASA hacia otros proyectos más cercanos.
La caída del SLS arrastra consigo a la estación Gateway, un pequeño refugio en órbita lunar que serviría como escalón intermedio para futuras misiones hacia la base permanente en el polo sur. Lo grave es que, al tratarse de un proyecto internacional, algunos módulos ya están en proceso de fabricación o incluso terminados. Es el caso de las agencias espaciales europea (ESA) y japonesa (JAXA) que de repente pueden ver perdida toda su inversión. Aunque menos, la agencia india (ISRO) también puede verse afectada.
ESA, además, suministra a la NASA el módulo de servicio de las cápsulas lunares Orión, también condenada a desaparecer. Dos vuelos más (Artemis 2 y 3) y se acabó.

El cohete Falcon 9 de SpaceX y la nave espacial Dragon se lanzan desde el Complejo de Lanzamiento 39A en el Centro Espacial Kennedy de la NASA.
Cambios en la política aeroespacial
SpaceX toma el relevo
¿Quién tomaría el relevo? Naturalmente, todo apunta a Space X, la empresa de Elon Musk, como ganadora en esta crisis. El módulo de descenso a la Luna será una variante modificada del Starship (denominado HLS – Human Landing System). Pero esa nave aún no ha completado ni un solo vuelo con completo éxito alrededor de la Tierra.
Además, la operación Artemis 3 es una verdadera pesadilla logística: Antes de lanzar la cápsula tripulada, deberá enviarse el aterrizador por separado hasta órbita lunar, a la espera de que lleguen los astronautas. Pero antes tendrá que pasar por una órbita de aparcamiento alrededor de la tierra, durante la cual se deberán rellenar sus depósitos (vacíos, a raíz de la propia maniobra de entrada en órbita)
Habrá que reabastecerlo de metano y oxígeno, lanzando otros cohetes-cisterna. Cinco más, se calcula. El acoplamiento y transferencia de enormes cantidades de líquido en estado de ingravidez nunca se ha ensayado. Es uno de los temas pendientes para la compañía de Musk.

Imagen de Marte tomada por la sonda no tripulada Tianwen-1 de China publicada por la Administración Nacional del Espacio de China.
Además, el reabastecimiento deberá hacerse deprisa, para evitar que el calor del sol evapore parte del combustible transferido. Eso implica lanzar cinco supercohetes a intervalos de pocos días o incluso horas. De momento, SpaceX sólo tiene una plataforma de lanzamiento activa. Está construyendo otras dos, una en Boca Chica y otra en Cabo Kennedy. Está por ver cómo coordinar los lanzamientos en las tres. Y que no falle ninguno.
A todo esto, antes de arriesgar una tripulación humana, la NASA exige al menos una demostración de aterrizaje y posterior despegue desde la Luna por medios automáticos. Cierto que muchas sondas se han posado allí sin problemas (aunque otras, no). Pero nunca se ha intentado con una nave del tamaño de un HLS, más o menos tan alto como un edificio de 16 plantas.
El presupuesto de la NASA asigna 7.000 millones para el programa lunar Artemis, una cifra razonable tratándose de sólo dos vuelos más (la factura del último Apollo que fue a la Luna subió 3.200 millones, en valor actual). Y 1.000 millones más para empezar a hablar del viaje a Marte que obsesiona a Elon Musk.
¿Y qué pasará si, pese a todo, China es la próxima en plantar su bandera en la Luna? Los responsables de la NASA ya tienen preparada la respuesta: “Nosotros vamos a ir a Marte; en la Luna ya estuvimos hace medio siglo”.