En los sagrados claustros de Harvard, el presidente Garber gesticulaba, ajeno al huracán desatado por Trump. La furia presidencial era una tormenta eléctrica que prometía sacudir los cimientos de la academia.
Mientras, en Montmeló, la velocidad deslumbrante se hacía palpable: el piloto de McLaren, Lando Norris, deslumbraba en los entrenamientos libres del Gran Premio de España de Fórmula Uno. Un espectáculo de adrenalina que contrastaba con la cruda realidad del mundo. En Suiza, la presidenta federal Karin Keller-Sutter observaba desde un helicóptero la devastación del deslizamiento de tierra que destruyó el pueblo de Blatten. La naturaleza, implacable, mostraba su poder destructivo.
Lejos de allí, un luchador se cubría de barro en Kolhapur, purificando su espíritu. En Roland Garros, Musetti danzaba con su raqueta. En Járkov, la esperanza florecía en escuelas subterráneas, desafiando el rugido del mortero ucraniano. La sombra de la escasez en Gaza, el fervor de los aficionados en la NHL, la desesperación en Flin Flon, el ritmo de los remos en Taipéi, la diplomacia en Haití y el inconfundible Chayanne