Pocas son las bandas que mantienen a los 60 años la capacidad de llenar estadios como el Lluís Companys -o de intentarlo al menos- como hicieron anoche los Guns N' Roses en su enésimo ejercicio de músculo musical. Lejos de sus mejores años –al igual que buena parte del público, a qué negarlo- los californianos dejaron una vez más de lado la innovación para dar vida de nuevo (que no nueva) a los hits de finales de los 80 que les convirtieron en la banda más rabiosa y alocada del rock mainstream. Objetivo cumplido con creces con el amparo de un público rendido incondicionalmente.
Van casi diez años desde que Axl Rose y Slash enterraron el hacha de guerra para recuperar una versión mínimamente creíble de los Guns N' Roses, lanzándose de nuevo a la carretera con el refuerzo de Duff McKagan en un revival que anoche los llevó de nuevo a Barcelona, donde no actuaban desde el 2018.
Llegaron los californianos con pocas novedades, entre ellas la presencia de Isaac Carpenter a la batería como sustituto del entrañable Frank Ferrer en la banda de apoyo. Por lo demás, Slash ejerce de capitán sobre las tablas, tanto por su calidad a la guitarra como por el carisma que aún conserva a pesar de los años.
Por el contrario, la voz de Axl Rose es la principal debilidad del grupo -palpable en momentos de exigencia, caso de Out ta get me, lo cual le ha restado galones en la jerarquía. Pero en lugar de aceptarlo, el vocalista parece que ha optado por acusar a los medios de comunicación, impidiendo que ejerzan su trabajo durante los conciertos y negándose a acreditar a los redactores, castigados por escribir cosas que desagradan al endiosado vocalista.
El rock duro sureño de Rival Sons calentó motores antes de que los Guns saltaran al escenario poco antes de las 21 h con la cáustica guitarra de Welcome to the jungle entre el griterío ensordecedor del público, que no acabó de llenar el estadio (algunas gradas superiores aparecieron tapadas por una lona) en la tercera visita de los Guns a Barcelona, todas con un repertorio parecido. En la primera actuación, en 1993, el mencionado tema de Appetite for destruction que narra la llegada de Axl a Nueva York con 17 años sonó en cuarto lugar, precedida por It’s so easy, Mr Brownstone y Live and let die. Cuatro canciones que sonaron anoche en el enésimo caso de banda reunificada con éxito gracias a un repertorio imbatible.
Porque si bien es cierto que el decoro del rock’n’roll reclama morir joven para dejar un bonito cadáver, lo de anoche en el Olímpic demuestra que seguir vivo tampoco sienta tan mal. Aunque Izzy Stradlin, auténtico compositor de la banda, continúe instalado en el “nunca jamás” y el batería Matt Sorum haya sido deliberadamente ignorado, los tres supervivientes de Guns’N’Roses todavía desprenden aquel aroma macarra, alicatado por la riqueza sobrevenida, que tanto atraía durante su intensa existencia, capaz aún de atraer a multitudes y -lo más importante- alegrarles el día.
You could be mine, Rocket queen (con lucimiento de Richard Fortus) o Night train sonaron a toda pastilla apoyadas por visuales excesivos en color y velocidad, cual casino de Las Vegas, incluido un grafitti de la banda pintarrajeado en La escuela de Atenas. Mientras, Slash demostraba que ha dedicado esos años de más que le ha dado el destino a mejorar en el arte de la guitarra. Lo demostraron varios solos de perfecta ejecución que además (maravillas de una tecnología que también muestra las arrugas del tiempo) podían seguirse al milímetro por las pantallas gigantes ya fuera en la previa de Sweet child of mine o después de Civil war, cuando recordó a Hendrix.
Sonaron Absurd y Hard Skool, los dos singles públicados tras la reunificación de los Guns, y que suenan mucho más a Guns que nada de lo hecho por Axl en solitario. También Slither, de aquellos Velvet Revolver donde Duff y Slash se reencontraron con Matt Sorum y el malogrado Scott Weiland. Y por supuesto las baladas que llevaron a los de Hollywood más allá de los mugrientos garitos de Sunset Boulevard: Sweet child o’mine, November rain, Yesterdays así como Knockin’n on heaven’s Door, la versión que descubrió a Dylan a muchos incautos, uno de los momentos más celebrados del concierto para el que Axl reservó su mejor voz.
El enciclopédico repaso incluyó Attitude, de las Misfits -con Duff demostrando que su voz está infrautilizada ante la flaqueza de Axl- y regalos para los más cafeteros como la barroca Estranged o Coma (casi diez minutos cada una). En total tres horas y poco de actuación que se hicieron un tanto largas para algunos que abandonaron el estadio antes de tiempo. Se perdieron el final de la fiesta en Paradise city, allí donde van a parar todas las actuaciones de los Guns desde que Axl llegó a la Jungle de Nueva York y soñó que, algún día, sería tan grande como su ego.